¿Cómo definir el horror? ¿Sintomatología corporal, ausencia absoluta de mecanismos preventivos? Escarnio, tal vez. Léase burla, agravio, mofa, ridiculización de los procedimientos. O mejor: una escritura de la posible expulsión del yo, ahora despedido de su lugar común de origen. Definir el horror es tan complejo como atraerlo, porque en definitiva evacúa sin preámbulos cualquier posibilidad de hechizo o persuasión de una presunta estabilidad emocional. Se sabe que el poeta no necesita de aquella estabilidad para poblar su mundo de palabras, y no siempre el horror –incluso el vacuii- es lo que fluye y motoriza, como contrapeso existencial, una obra de quilates. Diríamos, en esa dirección, que Mansión Mabuse, de Víctor Sosa, es nuestra “tiendita manierista” (reminiscencia Roger Corman) de variedades, donde todo sucede.
La mansión de Sosa, entonces, como caserón donde las palabras se permiten aumentar sus esfuerzos de salida. Ellas se redoblan, resienten, se duplican, afianzan su poder de mirada en el catálogo, funcionan sin atenuantes mediante un sistema de piezas irregulares que se suceden al igual que un laberinto de mezquitas. Desde Sujeto omitido, pasando por Sunyata, Gerundio, Decir es Abisinia y Los animales furiosos, el poeta de origen uruguayo fue construyendo una lengua cuya máxima intensidad estalla en su último libro. Del responso arterial de sus primeros textos al funcionamiento intestino de Mansión Mabuse no existe un abismo, sino un movimiento destinado a intervenir sobre el relieve y recamar en lo elusivo.
II.
Existe en este libro una mirada sobre la abyecto. Como dijera Julia Kristeva con relación a Celine, lo abyecto es ante todo ambigüedad “porque cuando se aleja, separa al sujeto de aquello que lo amenaza –al contrario, lo denuncia en continuo peligro.” Esa distancia certera es trabajada sin pudor por Víctor Sosa, quien consigue en su libro poner en funcionamiento esta tensión interna. Deudor de la prepotencia verbal de Osvaldo Lamborghini, la poética del escarnio de Sosa asegura que si el 14 por ciento de lo que emerge es mentira, el resto también. La abyección, entendida como una de las formas de la perversión, nos afirma que ni lo uno ni lo otro importa porque la distancia entre dos puntos es el nomadismo, y en esa zona de flujo pulsional se propone la escritura de Sosa, en permanente rebose hacia delante. Por eso, su poética se mueve entre la abundancia y la implosión, como cuidando un artefacto casero a punto de detonar.
El libro de Víctor Sosa propone una zona donde librar su batalla: el cuerpo mismo, pero también un punto central, molecular, que son los intestinos. ¿Régimen del saneamiento? Se diría, entonces, que Mansión Mabuse encuentra en ese distrito del cuerpo tanto depuración como exorcismo a través de la palabra, y también de su homónimo fílmico: “The belly of an architect”, de Peter Greenaway. En ese film, el protagonista, Brian Dennehy, sufre en carne propia la sucesión de coordenadas y proporciones establecidas por el célebre boceto a escala del cuerpo humano de Da Vinci. Lo sufre hasta volverlo síntoma. Mansión Mabuse como efusión terminal, ultraje; una lección de anatomía sin Rembrandt, es decir, fuera de la opaca ambientación del holandés. Peculiar texto donde lo terrible es la omisión de ciertos claroscuros. Un derrame corroe la posible disección, ausente.
Mansión Mabuse funciona también como desleimiento y expansión del tiempo recobrado, bajo la tutela del ojo creador que desacraliza el concepto de linealidad de la mirada. Una linealidad, sí, pero ligada más al ojo lector que al ojo creador (donde también convive un equívoco; porque el ojo lector de Sosa constituiría el primer organizador antirretórico de su literatura). Si observamos, por ejemplo, el rescate sinuoso ofrecido por José Lezama Lima en sus Venturas criollas, sacando a superficie inflexiones del habla de la calle en función de su sistema de perdigonadas luminosas, se podría decir que en ese trabajo se concentra el punto de comunión (palabra muy kozeriana, es cierto) o la piedra de toque del tour de force de sus versos. Allí Lezama explora la lengua popular habanera, que se vuelve inducida en una serie refleja de poemas, de métrica cerrada pero de expansión infinita. ¿Qué buscaba con ello el gran fumador de la calle Trocadero? Sería muy sencillo concluir que lo que buscaba era, entre el maremágnum del dispositivo textual de un poeta, realzar la repentina incursión de la palabra diaria como una de las formas en que aparece el lenguaje poético, profundo. Lo sencillo, entonces, se volvería carnadura para el escritor. De esa manera la lengua no se redescubre en la oralidad, sino que sigue el curso de una práctica que desemboca en un acercamiento expresivo ya previsto. La palabra se vuelve práctica, que también es poética, diría Lezama con esos versos, y su acumulación fortuita en esa serie de poemas consigue recargar el verso hasta volverlo irrisorio, es decir, cuantitativo, y por lo tanto pasible de desmalezar el sentido.
Estos altos y bajos en el recurso del material poético sería por lo menos una aproximación de lectura; altos y bajos, proficuos en la medida en que no se caiga en detallar qué cosa sería luminosa en la poesía y cuál no. Lo sustancial de la poética de Sosa es que estas dos maneras de intervención de la “cosa poética” no representan interferencia alguna, y en definitiva no logran entorpecer ni exaltar ruidos ajenos en la lírica del autor de Mansión Mabuse. Se puede convivir, pero para que eso suceda la mano del autor, junto al anhídrido de la experiencia y la sensibilidad, deben combinar a fuerza de estilo, cuyo sinónimo, la torsión, no significará sino el esfuerzo, el trajín y forcejeo de una escritura.
Modelar como un escultor y no forzar como aprendiz.
O bien: quitar para agregar, sin mortificar la materia.
Habría que colocar el trabajo de Sosa por encima de la sensibilidad promedio de todo poeta. Primero, porque la sensibilidad en un poeta debe ser esencial, casi como referirse a “su naturaleza” constitutiva, y sin ella, podríamos estar hablando de otra cosa. Otra vuelta por la sinonimia imperfecta: sensibilidad sería pariente de “permeabilidad”, y no de inspiración, que como bien sabemos equivale a “iluminación”. De convalidarse esta última palabra, la poesía sería definitivamente asunto de terceros. La intervención en forma de Musa, o lo que fuere, permite, sobre todo al poeta (que se nutre mucho más de esa excusa que los narradores, por motivos obvios) ausentarse de la responsabilidad de la creación y asumir el rol de médium. En ese sentido, la voz del poeta podría alejarse del reconocimiento para instalarse en el doblaje, la ventriloquía que, en alguna medida, es uno de los recursos con los que se propaga una expresión unívoca de la lírica. Por eso, aquello “permeable” dará en la medida de lo posible la garantía necesaria para conocer algún costado insoluble, críptico, de cualquier lenguaje poético y al mismo tiempo confiar más en el trabajo de esa lengua. Y todo esto no se dice de un modo que sólo apunte a la hipotética honestidad del creador, porque habrá que convenir que es indispensable que el poeta mantenga su poder de asombro a resguardo, para luego utilizarlo ya tamizado en la escritura.
V.
En ese “acopio del asco empotrado en el bacín infecto de bacilos” se concentra la escritura de este libro sin precedentes. En su “desliz naïf del cincelado cisne”, el texto nos regresa a la creencia de que la poesía gana cuando arriesga y funciona cuando desmiente. Y hagamos bien en desconfiar de la poesía, diría Sosa, cuando el poeta evita el combate con su propia fisiología. Así, las entrañas de Mansión Mabuse rehusan todo descanso al lector y accionan sin pudicia una mayéutica. Entremos sin temor a sus dominios.
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Lo crudo, lo cocido
Si el pericardio cae aquél lo abrasa sumiéndolo en la gomosa
galaxia de la víscera, entretanto se arremolina el revoltijo
abozalando el atanor al gancho transversal de la mandíbula.
Silban zodíacos en sánscrito sobre la salmonella de la niña
asada a fuego lento al azafrán (dio a los 14 el estirón). ¡Cúrcuma
a lo último! sentenciaron a dúo los siameses castañeteando con
el dentado trinchete sobre la exudada ingle adolescente (expuesta
al sol tres días sin dormir). Achicharrada la chirimoya del pezón
(rosáceo antaño) (a ver quién clava el diente) pero tierno todavía
en el avinagrado chimichurri embadurnando las chinampas. Si
llegaban comensales de lejos, de a caballo, y a veces esteparios.
Bebiendo en corro sobre el cuerpo de la diminuta, acanalándole
el hipertenso glúteo, sobándole el lácteo visir de la entrepierna,
querellándose por el lóbulo con el terroso canuto del meñique.
Pampas unos, lanudos berebere otros, turbios tahúres o peor,
benedictinos envalentonados por el lejano olor de la hogazas.
Mennonitas, menos. Pero de cinco en cinco a veces, leporinos
lascivos insaciables buscando el hinchado consorcio de la cava
para inyectarse allí y atragantarse en la viscosa blenorragia. ¿
Píndaro? No, ni tucanes. Se iban lanzando las doncellas sobre
el terso terraplén de los tasajos peritas ya en el coqueto malambo
de la peonada. Zumba la lisa enagua de la yegua; un adulterado
chorrillo le resbala por el temblor del belfo y sacude, sacude (su-
dorípara bestia) el anca en arco, tensa y tan transiberiana en el
inoportuno resplandor de la cerveza. Comen como eunucos antes
del forzado desalojo de los vientres a causa del exceso de cúrcuma
y tabaco. Eyaculan edema sobre los descarnados restos carroñeros
(buitres atrás) y el cráneo raspado por el azogue de la ceniza que
deja sonreír la dentadura de la hasta anoche hermosa primogénita.
Pero bien vale la ceremonia un sacrificio, el casto holocausto de
la preñada por el padre. Bien lo vale, si sólo se vive una vez –dice
desde lo antro de la tráquea y tragase de un tajo la pócima filial.
(f. fis. Máquina destinada a transformarTODO ESTO ES UN DECIR: UN DINAMO
la energía mecánica –movimiento-- en
energía eléctrica --corriente-- o viceversa
por inducción electromecánica). Por eso
digo dinamo: es un decir inducido
lo que pasa aquí; sí,
la física explica la poesía:
una contracción muscular propensa
a ser registrada gráficamente; pero
la poesía no explica la física: ésta
no es una contracción muscular propensa
a ser registrada gráficamente, porque
la poesía tampoco lo es. Todo esto
es un decir que no dura. Dinamo: di
te amo pero tamízalo en el mar de Omán
que linda con el océano Indico en Arabia, di
te quiero y pulveriza el templo, acicalando
el luto en el mantel de flores donde ni el vino
faltará cuando te encuentre, di te extraño
--dilo así, sin bajar demasiado la voz-- y mira
--mira con los ojos de la voz-- cómo el cielo
la dibuja, la fija en una nube fugaz y la disuelve
en esa alegre tempestad que estalla
cuando ella no está.
YO A LA SUMO ME ASOMO A LA VERANDA,
palpo la fuga con ojos asombrados
de tanta quemazón. Demasiada es la luz,
luz en demasía --me repito. Y no miente,
quien se asombra no miente. Otras
me guardo de mirar: tiro los dados
en el tedio del tapiz, sobre la persa
filigrana de ese fuego, y juego a dar
falso denario por liebre. Pero --se sabe--
aquello que no se da se pierde.
(modus vivendi)
empinado en la rama; retráctiles
las garras.
pulsión de sangre
ante su presa el tigre
salto y sobresalto: una
única chispa; inmóvil
anochece.
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