jueves, febrero 28, 2008

Una poética del escarnio: sobre "Mansión Mabuse" de Víctor Sosa*

I.

¿Cómo definir el horror? ¿Sintomatología corporal, ausencia absoluta de mecanismos preventivos? Escarnio, tal vez. Léase burla, agravio, mofa, ridiculización de los procedimientos. O mejor: una escritura de la posible expulsión del yo, ahora despedido de su lugar común de origen. Definir el horror es tan complejo como atraerlo, porque en definitiva evacúa sin preámbulos cualquier posibilidad de hechizo o persuasión de una presunta estabilidad emocional. Se sabe que el poeta no necesita de aquella estabilidad para poblar su mundo de palabras, y no siempre el horror –incluso el vacuii- es lo que fluye y motoriza, como contrapeso existencial, una obra de quilates. Diríamos, en esa dirección, que Mansión Mabuse, de Víctor Sosa, es nuestra “tiendita manierista” (reminiscencia Roger Corman) de variedades, donde todo sucede.
La mansión de Sosa, entonces, como caserón donde las palabras se permiten aumentar sus esfuerzos de salida. Ellas se redoblan, resienten, se duplican, afianzan su poder de mirada en el catálogo, funcionan sin atenuantes mediante un sistema de piezas irregulares que se suceden al igual que un laberinto de mezquitas. Desde Sujeto omitido, pasando por Sunyata, Gerundio, Decir es Abisinia y Los animales furiosos, el poeta de origen uruguayo fue construyendo una lengua cuya máxima intensidad estalla en su último libro. Del responso arterial de sus primeros textos al funcionamiento intestino de Mansión Mabuse no existe un abismo, sino un movimiento destinado a intervenir sobre el relieve y recamar en lo elusivo.

II.

Existe en este libro una mirada sobre la abyecto. Como dijera Julia Kristeva con relación a Celine, lo abyecto es ante todo ambigüedad “porque cuando se aleja, separa al sujeto de aquello que lo amenaza –al contrario, lo denuncia en continuo peligro.” Esa distancia certera es trabajada sin pudor por Víctor Sosa, quien consigue en su libro poner en funcionamiento esta tensión interna. Deudor de la prepotencia verbal de Osvaldo Lamborghini, la poética del escarnio de Sosa asegura que si el 14 por ciento de lo que emerge es mentira, el resto también. La abyección, entendida como una de las formas de la perversión, nos afirma que ni lo uno ni lo otro importa porque la distancia entre dos puntos es el nomadismo, y en esa zona de flujo pulsional se propone la escritura de Sosa, en permanente rebose hacia delante. Por eso, su poética se mueve entre la abundancia y la implosión, como cuidando un artefacto casero a punto de detonar.
El libro de Víctor Sosa propone una zona donde librar su batalla: el cuerpo mismo, pero también un punto central, molecular, que son los intestinos. ¿Régimen del saneamiento? Se diría, entonces, que Mansión Mabuse encuentra en ese distrito del cuerpo tanto depuración como exorcismo a través de la palabra, y también de su homónimo fílmico: “The belly of an architect”, de Peter Greenaway. En ese film, el protagonista, Brian Dennehy, sufre en carne propia la sucesión de coordenadas y proporciones establecidas por el célebre boceto a escala del cuerpo humano de Da Vinci. Lo sufre hasta volverlo síntoma. Mansión Mabuse como efusión terminal, ultraje; una lección de anatomía sin Rembrandt, es decir, fuera de la opaca ambientación del holandés. Peculiar texto donde lo terrible es la omisión de ciertos claroscuros. Un derrame corroe la posible disección, ausente.

III.

Mansión Mabuse funciona también como desleimiento y expansión del tiempo recobrado, bajo la tutela del ojo creador que desacraliza el concepto de linealidad de la mirada. Una linealidad, sí, pero ligada más al ojo lector que al ojo creador (donde también convive un equívoco; porque el ojo lector de Sosa constituiría el primer organizador antirretórico de su literatura). Si observamos, por ejemplo, el rescate sinuoso ofrecido por José Lezama Lima en sus Venturas criollas, sacando a superficie inflexiones del habla de la calle en función de su sistema de perdigonadas luminosas, se podría decir que en ese trabajo se concentra el punto de comunión (palabra muy kozeriana, es cierto) o la piedra de toque del tour de force de sus versos. Allí Lezama explora la lengua popular habanera, que se vuelve inducida en una serie refleja de poemas, de métrica cerrada pero de expansión infinita. ¿Qué buscaba con ello el gran fumador de la calle Trocadero? Sería muy sencillo concluir que lo que buscaba era, entre el maremágnum del dispositivo textual de un poeta, realzar la repentina incursión de la palabra diaria como una de las formas en que aparece el lenguaje poético, profundo. Lo sencillo, entonces, se volvería carnadura para el escritor. De esa manera la lengua no se redescubre en la oralidad, sino que sigue el curso de una práctica que desemboca en un acercamiento expresivo ya previsto. La palabra se vuelve práctica, que también es poética, diría Lezama con esos versos, y su acumulación fortuita en esa serie de poemas consigue recargar el verso hasta volverlo irrisorio, es decir, cuantitativo, y por lo tanto pasible de desmalezar el sentido.
Estos altos y bajos en el recurso del material poético sería por lo menos una aproximación de lectura; altos y bajos, proficuos en la medida en que no se caiga en detallar qué cosa sería luminosa en la poesía y cuál no. Lo sustancial de la poética de Sosa es que estas dos maneras de intervención de la “cosa poética” no representan interferencia alguna, y en definitiva no logran entorpecer ni exaltar ruidos ajenos en la lírica del autor de Mansión Mabuse. Se puede convivir, pero para que eso suceda la mano del autor, junto al anhídrido de la experiencia y la sensibilidad, deben combinar a fuerza de estilo, cuyo sinónimo, la torsión, no significará sino el esfuerzo, el trajín y forcejeo de una escritura.
Modelar como un escultor y no forzar como aprendiz.
O bien: quitar para agregar, sin mortificar la materia.

IV.

Habría que colocar el trabajo de Sosa por encima de la sensibilidad promedio de todo poeta. Primero, porque la sensibilidad en un poeta debe ser esencial, casi como referirse a “su naturaleza” constitutiva, y sin ella, podríamos estar hablando de otra cosa. Otra vuelta por la sinonimia imperfecta: sensibilidad sería pariente de “permeabilidad”, y no de inspiración, que como bien sabemos equivale a “iluminación”. De convalidarse esta última palabra, la poesía sería definitivamente asunto de terceros. La intervención en forma de Musa, o lo que fuere, permite, sobre todo al poeta (que se nutre mucho más de esa excusa que los narradores, por motivos obvios) ausentarse de la responsabilidad de la creación y asumir el rol de médium. En ese sentido, la voz del poeta podría alejarse del reconocimiento para instalarse en el doblaje, la ventriloquía que, en alguna medida, es uno de los recursos con los que se propaga una expresión unívoca de la lírica. Por eso, aquello “permeable” dará en la medida de lo posible la garantía necesaria para conocer algún costado insoluble, críptico, de cualquier lenguaje poético y al mismo tiempo confiar más en el trabajo de esa lengua. Y todo esto no se dice de un modo que sólo apunte a la hipotética honestidad del creador, porque habrá que convenir que es indispensable que el poeta mantenga su poder de asombro a resguardo, para luego utilizarlo ya tamizado en la escritura.


V.

Sosa y La mirada de Teseo, de Octavio Armand. La mirada cayendo en el laberinto de sus vísceras; la mirada tropezando en la opacidad de la superficie. Escoria, escarnio de la palabra que se imanta en un balbuceo, detrás del rotular. Así, el cuerpo como disfunción se hace presente. Se trata de una expulsión sintomatológica via verso a raíz de padecimientos del cuerpo. Víctor Sosa camina al límite por la casa autobiográfica, se demora “entre el dédalo del dormitorio y el fuego de la cocina neolítica donde se cuece el bacalao andaluz, la andrómeda de un caldo de nopal y caridad, como si todo detenido, el pasado detenido, el ditirambo antiguo del amor”. Escritura del padecimiento pero también de la desproporción tras un bautismo de ácido (Bacon), se vuelve antropológica en la búsqueda del nombre, y cuando nombra, dispersa. Tensión abisal, oceánica en la medida en que penetra sin condicionamientos. Los poemas de Mansión Mabuse recuerdan los frescos de Jan Gossaert, llamado Mabuse, influenciado por Durero, coexistiendo de esta manera la observancia sobre lo recóndito y la “alquimia de la verborrea” (Armand, again). La poesía de Sosa se vuelve menosprecio, vilipendio en la estructura gótico-tardía del libro, biografema de una risotada que rebana e inscribe lejana a la bonanza.

VI.

En ese “acopio del asco empotrado en el bacín infecto de bacilos” se concentra la escritura de este libro sin precedentes. En su “desliz naïf del cincelado cisne”, el texto nos regresa a la creencia de que la poesía gana cuando arriesga y funciona cuando desmiente. Y hagamos bien en desconfiar de la poesía, diría Sosa, cuando el poeta evita el combate con su propia fisiología. Así, las entrañas de Mansión Mabuse rehusan todo descanso al lector y accionan sin pudicia una mayéutica. Entremos sin temor a sus dominios.
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Un poema de Mansión Mabuse

Lo crudo, lo cocido

Si el pericardio cae aquél lo abrasa sumiéndolo en la gomosa
galaxia de la víscera, entretanto se arremolina el revoltijo
abozalando el atanor al gancho transversal de la mandíbula.
Silban zodíacos en sánscrito sobre la salmonella de la niña
asada a fuego lento al azafrán (dio a los 14 el estirón). ¡Cúrcuma
a lo último! sentenciaron a dúo los siameses castañeteando con
el dentado trinchete sobre la exudada ingle adolescente (expuesta
al sol tres días sin dormir). Achicharrada la chirimoya del pezón
(rosáceo antaño) (a ver quién clava el diente) pero tierno todavía
en el avinagrado chimichurri embadurnando las chinampas. Si
llegaban comensales de lejos, de a caballo, y a veces esteparios.
Bebiendo en corro sobre el cuerpo de la diminuta, acanalándole
el hipertenso glúteo, sobándole el lácteo visir de la entrepierna,
querellándose por el lóbulo con el terroso canuto del meñique.
Pampas unos, lanudos berebere otros, turbios tahúres o peor,
benedictinos envalentonados por el lejano olor de la hogazas.
Mennonitas, menos. Pero de cinco en cinco a veces, leporinos
lascivos insaciables buscando el hinchado consorcio de la cava
para inyectarse allí y atragantarse en la viscosa blenorragia. ¿
Píndaro? No, ni tucanes. Se iban lanzando las doncellas sobre
el terso terraplén de los tasajos peritas ya en el coqueto malambo
de la peonada. Zumba la lisa enagua de la yegua; un adulterado
chorrillo le resbala por el temblor del belfo y sacude, sacude (su-
dorípara bestia) el anca en arco, tensa y tan transiberiana en el
inoportuno resplandor de la cerveza. Comen como eunucos antes
del forzado desalojo de los vientres a causa del exceso de cúrcuma
y tabaco. Eyaculan edema sobre los descarnados restos carroñeros
(buitres atrás) y el cráneo raspado por el azogue de la ceniza que
deja sonreír la dentadura de la hasta anoche hermosa primogénita.
Pero bien vale la ceremonia un sacrificio, el casto holocausto de
la preñada por el padre. Bien lo vale, si sólo se vive una vez –dice
desde lo antro de la tráquea y tragase de un tajo la pócima filial.

*Prólogo de M.A. a la edición de Mansión Mabuse, Editorial Tsé-Tsé, 2004. Víctor Sosa es poeta, artista plástico y crítico literario. Nació en Montevideo en 1956 y vive desde 1983 en Ciudad de México. Publicó los libros de poemas: "Sujeto omitido" (1983), "Sunyata" (1992), "Gerundio" (1996), "Decir es Abisinia" (2001), "Los animales furiosos" (2003), "Mansión Mabuse" (2004), "La saga del sordo" (2006) y tres textos de ensayísticos: "La flecha y el bumerang" (1997), "El Oriente en la poética de Octavio Paz" (2000) y "El impulso. Inflexiones sobre la creación" (2000).
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Velocidad adecuada a la respiración**
Víctor Sosa ha eligido el camino de la dificultad poética, de acuerdo a la testificación de Eduardo Milán en el prólogo a "Sunyata". Y esa "dificultad" podría leerse como el resultado de un camino sin concesiones. En su breve pero importante obra cohabita cierta precisión ambulante (conjugando largos momentos reflexivos) junto a destellos de una espontaneidad con todos los sentidos alertas. Sosa no se parece a ninguno de su generación en Uruguay, pero sus textos funcionan como un fermento de todos ellos (Espina, Milán, Appratto, Ojeda). Es en "Decir es Abisinia" donde ese doble espasmo del lenguaje consigue un raro control, permitiendo al lector adaptarse a una lectura en principio ralentizada. Nada es lo que aparenta y menos en su poesía. Cada texto suyo obtiene una velocidad adecuada a la respiración, pero también al trazo que repica casi en relámpago, lo mismo que un cuadro de Mark Rothko, o de Antoni Tapiès, o tal vez afín a los trabajos en clave chinesca de Henri Michaux. En una carta suya aseguraba que quienes escriben —o pintan— no pueden escapar del estilo, al que definía como una "huella digital de la lengua ya personalizada". O bien: que el estilo es como "el cuerpo (visible) de un aliento (invisible)". Definiciones aparte, sus últimos trabajos, aún inéditos, revelan la progresiva complejidad de una producción que cede paso al asombro y resiste los obstáculos.

TODO ESTO ES UN DECIR: UN DINAMO

(f. fis. Máquina destinada a transformar
la energía mecánica –movimiento-- en
energía eléctrica --corriente-- o viceversa
por inducción electromecánica). Por eso
digo dinamo: es un decir inducido
lo que pasa aquí; sí,
la física explica la poesía:
una contracción muscular propensa
a ser registrada gráficamente; pero
la poesía no explica la física: ésta
no es una contracción muscular propensa
a ser registrada gráficamente, porque
la poesía tampoco lo es. Todo esto
es un decir que no dura. Dinamo: di
te amo pero tamízalo en el mar de Omán
que linda con el océano Indico en Arabia, di
te quiero y pulveriza el templo, acicalando
el luto en el mantel de flores donde ni el vino
faltará cuando te encuentre, di te extraño
--dilo así, sin bajar demasiado la voz-- y mira
--mira con los ojos de la voz-- cómo el cielo
la dibuja, la fija en una nube fugaz y la disuelve
en esa alegre tempestad que estalla
cuando ella no está.


YO A LA SUMO ME ASOMO A LA VERANDA,
palpo la fuga con ojos asombrados
de tanta quemazón. Demasiada es la luz,
luz en demasía --me repito. Y no miente,
quien se asombra no miente. Otras
me guardo de mirar: tiro los dados
en el tedio del tapiz, sobre la persa
filigrana de ese fuego, y juego a dar
falso denario por liebre. Pero --se sabe--
aquello que no se da se pierde.


(modus vivendi)

empinado en la rama; retráctiles
las garras.
pulsión de sangre
ante su presa el tigre

salto y sobresalto: una
única chispa; inmóvil
anochece.

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** Publicado en Clarín Cultura, 21 de junio de 2003. Esos poemas de Sosa pertenecen a Decir en Abisinia y Sunyata.

martes, febrero 26, 2008

Andrés Caicedo (1951-1977) y una entrevista a Sergio Leone

RÁPIDA BIOGRÁFICA
"Luis Andrés Caicedo Estela* nace el 29 de septiembre de 1951 y muere el 4 de marzo de 1977 en Cali, ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida.
Se trata de un escritor precoz que desde que descubrió su vocación por la literatura no quiso perder ni un minuto de su vida, hasta el punto de convertir la construcción de su obra en una obsesión. En 1964, cuando entró a cursar tercer grado, escribió su primer cuento, El Silencio, pero es al parecer hasta 1969, año en que gana el segundo premio del Concurso Latinoamericano de la Revista Imagen de Caracas con el cuento Los dientes de Caperucita -del que había escrito siete versiones-, que Caicedo logra consolidar una disciplina en la escritura. Desde ese momento, Caicedo continuó escribiendo cuentos cortos y piezas teatrales, y comenzó a escribir sus primeras novelas.


En la época de los festivales teatrales de los setenta se conocieron sus primeras obras teatrales Recibiendo al Nuevo Alumno y La Piel del otro héroe. Asistió a las reuniones un grupo de escritores de la ciudad llamado Los dialogantes que contaba con la participación de escritores y críticos como Carmiña Navia, Gustavo Álvarez Gardeazábal, y Eduardo Serrano entre otros y a partir de la cuál inicia un periodo de compulsividad en su consciente formación como escritor.
A su vez, y sin detener su actividad literaria, trabaja con el Teatro Experimental de Cali como actor. Allí funda el Cineclub de Cali, que inicialmente funcionaría en la sala del TEC para posteriormente ser trasladado al desaparecido Teatro Alameda y luego al Teatro San Fernando, cineclub que poco a poco se convierte en “una actitud generacional” para los jóvenes de Cali, epicentro de una intensa actividad cultural en la ciudad y que junto con Ciudad Solar –especie de posada - espacio cultural- se convierten en centro de operaciones y disipaciones de Andrés y su grupo de amigos. También es desde el cineclub que planea y ejecuta su folleto Ojo al cine que hacia 1974 se convertiría en la revista especializada sobre cine más importante de Colombia. Es también entre el cineclub y Ciudad Solar que Caicedo iniciaría sus proyectos cinefílicos con sus “pocos buenos amigos” entre los que sobresalen Hernando Guerrero, Luis Ospina, Carlos Mayolo y Sandro Romero, con quienes intenta llevar al cine su guión Angelita y Miguelángel, de cuyas grabaciones todavía se conservan algunos fragmentos.
En 1973, Caicedo viajó a Estados Unidos, con cuatro guiones de largometrajes escritos por él y que pretendía vender al cineasta Roger Corman. Fue allí donde iniciaría la escritura de Que viva la música y la redacción de Pronto, memorias de una cinesífilis, diario que pretendía convertir en novela. En 1974 escribió el cuento corto Maternidad, que él mismo consideraba su obra maestra. En 1975 publicó con el patrocinio de su madre en las Ediciones Pirata de Calidad su relato El Atravesado que tuvo un éxito relativo a nivel local. También entregó ese mismo año la versión final de ¡Que viva la música! a Colcultura para ser publicada. En 1976 la casa editora Crisis, de Buenos Aires, compró los derechos de impresión de ¡Que viva la música! Caicedo intentaría por primera vez suicidarse ese año.
Finalmente y cuando tenía tan sólo 25 años, el 4 de marzo de 1977, después de recibir el primer original de la novela ¡Que viva la música! Publicado por Colcultura, Andrés Caicedo muere de una sobredosis al ingerir intencionalmente 60 pastillas de Seconal, según él, porque "vivir más de veinticinco años era una insensatez". Caicedo consideraba que debía dejar el mundo antes de pasar los veinticinco años, pero habiendo dejado una prueba de su existencia como forma de trascender.
A pesar de su temprana muerte, Caicedo dejó un gran legado a la literatura colombiana, el cual se puede ver reflejado en la obra de autores como Manuel Giraldo 'Magil', Octavio Escobar Giraldo, Rafael Chaparro Madiedo y más recientemente Efraím Medina y Ricardo Abdahllah. El grupo de teatro Matacandelas de Medellín ha presentado durante años la obra Angelitos Empantanados, basada en los cuentos homónimos del escritor".

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*Extraído del Centro Visual Isaacs. Portal Cultural del Caribe colombiano

http://dintev.univalle.edu.co/cvisaacs/
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:: CLICKEAR Y AMPLIAR: ENTREVISTA DE ANDRÉS CAICEDO A SERGIO LEONE (REVISTA OJO AL CINE # 2 1975)

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Y POR QUÉ NO?: "Ghost Rider", por Suicide (Alan Vega & Martin Rev)




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Febrero 2008. Dijo Alberto Fuguet, a La Tercera: “Caicedo es el eslabón perdido del boom. Y el enemigo número uno de Macondo. No sé hasta qué punto se suicidó o acaso fue asesinado por García Márquez y la cultura imperante en esos tiempos. Era mucho menos el rockero que los colombianos quieren, y más un intelectual. Un nerd súper atormentado. Tenía desequilibrios, angustia de vivir. No estaba cómodo en la vida. Tenía problemas con mantenerse de pie. Y tenía que escribir para sobrevivir. Se mató porque vio demasiado”.

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DOS TEXTOS DE ANDRÉS CAICEDO

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Antes, mucho antes de que me prendara de mujer alguna, mi corazón ya había sido ganado por la violencia. Dicen que mi madre se puso fea cuando me tenía adentro, de tanta pata y manotazo que le di. Y al nacer la dejé como con cuarenta kilos de menos. Fui un niño gordo, cabezón, travieso como él solo (...). A los 12 años me regalaron un rifle de copas y me la pasaba tirándoles a los ventanales de los vecinos hasta que éstos pusieron la queja y mis padres me decomisaron el rifle. Yo, claro, quedé muy descontento con esta medida y ahorré durante dos veranos para comprarme mi rifle de copas, uno más grande, más serio y potente. En quinto de primaria ya todos me decían “el loco” y yo hacía todo lo posible para cimentar esta fama: un día llamé como a 50 taxis a la casa de Germán Azcárate, y observé, divertidísimo, todo el barullo desde mi balcón. El papá de Germán salió protestando que ellos no habían llamado a ningún carro, pero no le creyeron y había algunos que querían cobrarle la carrera. Yo me reí hasta que los ojos se me aguaron, y ahora siento lo mismo que sentía cuando pequeño: un sol inmenso que se pone, dentro de mí, en el horizonte, y que era presagio de grandes aventuras en contra de mis semejantes y hoy es signo de cagadas por venir, como no hay nada más que hacer en esta vida pues entonces conformémonos con las travesuras que pueda realizar, las acciones neutras, las acciones que producen sufrimientos en los otros, las malas vidas, la sequedad de los corazones, la luz del sol, el reverberar la apatía de ahora que escribo automáticamente pues no puedo avanzar en este relato (...).
(...) El primer recuerdo que tengo acontece en La Cumbre, un pueblo del Valle del Cauca que hoy es fantasma y en el que veraneé como diez años. Tendría yo cuatro o cinco, no lo sé. Iba encarrilado cogido de la mano con mi mamá y de pronto apareció, caminando por el mismo riel, un joven de unos quince o diez y seis años que, después sabría, se llamaba Wady Nader. Como yo no desocupé el riel, Nader se tuvo que bajar pero presto estaba a patearme por la espalda cuando mi mamá intervino. “Si querés que éste sea el último día de tu vida —le dijo, muy decidida—, tocálo”. El muchacho retrocedió, espantado.
Yo había sido un niño muy deseado. Mi mamá había quedado embarazada ocho veces, pero sólo había logrado tener tres niñas y había perdido un hijo hombre, Juan Carlos, que hoy andaría por los treinta años. Mi papá deseaba otro hijo hombre. Yo creo que en ellos el coito nunca estuvo separado de la idea del embarazo. Así que nací yo, rodeado de gustos y de favores, en un hogar de ilustres apellidos pero económicamente de clase media. Dicen que pesé diez libras y era horrible, de chiquito. Lo que recuerdo de esa época tan temprana era que sólo me gustaba andar cogido de las faldas de mi mamá y hacerme debajo de los árboles de guayaba para imaginarme perdido en los bosques. Y que organizaba peleas de vaqueros imaginarias con contendores de aire, y yo gesticulaba, daba puños, gritaba para mis adentros, amenazaba, actuaba en bien de la justicia (...).
(...) A eso de los 7 años me dejaron en el Colegio Pío XII, un pésimo establecimiento de franciscanos. Cuando, haciendo fila, me despedí de mis padres, un alumno me empujó insultándome, y allí caí en cuenta de la agresividad que me tocaría enfrentar de kínder hasta sexto; todo lo contrario de la dulzura y la superprotección que había conocido en mi casa (...). Para llegar a mi afición literaria (cosa que se produjo a eso de segundo de bachillerato) yo había pasado por una desmedida euforia por el fútbol: era muy bueno en el puesto de arquero, y sufría mucho cuando por razones externas (enemistad con el capitán por ejemplo) me relevaban de esa posición. Yo era un fanático del Deportivo Cali, y salía ronco de los partidos. Recuerdo una vez que el Cali le ganó al América y los aficionados de este equipo aporrearon al árbitro y tiraron mucha piedra a la salida y yo me arranqué una camisetica del Deportivo Cali para que no me fueran a hacer nada, y llegué a mi casa lleno de pánico y medio desnudo. Por esa época yo estaba bajo el régimen del terror de un tal Omar Valencia, fuerte y revejido; el hombrecito se ensañó en mí, me humillaba delante de todos en la clase y yo, ante mi incapacidad de responderle físicamente, empecé a concebir planes descabellados para matarlo por la espalda. Esa penosa situación duró como tres años: sólo terminó cuando yo lo dejé de ver. Y hoy me lo encuentro, más viejo y más pequeño, sucio y mal vestido (su papá era famoso por sus millones y su tacañería), habiendo hecho nada en su vida, triste, apocado, alcohólico.
Cuando estaba en segundo de bachillerato pasé por una crisis de estar diciendo mentiras y de aparentar que mi familia era más rica de lo que realmente era. Lo que pasó fue que me introduje en la llamada “gallada del Club Campestre”: los Cabal, los Urdinola, los Racines, gente de la más rica de todo Cali. Y yo, claro, no podía mantener el mismo tren de vida que ellos, invitando peladas a almorzar, haciendo fiestas todos los sábados, montando en taxi, viajando a Miami todos los años. Y era cosa natural que claro, me descubrieran en mis mentiras, motivo por el cual me fui volviendo prevenido y temeroso y un tanto paranoico con las muchachas, y ya en tercero de bachillerato comencé a recurrir a las prostitutas (...).
(...) Comencé a escribir a los trece años: poemas de amor y cuentos breves, de una sola situación. Cuando mi primer cuento ambicioso, La piel del otro héroe, fue publicado en el magazine dominical del diario Occidente de Cali, cobré ímpetu y me llené de ambiciones; pronto me vi recompensado por publicaciones en el periódico El Espectador (...).
(...) Después vendría mi viaje a USA, a Los Ángeles, para intentar vender dos guiones de horror: cuando me di cuenta todo el problema de lenguaje que había de por medio desistí y me dediqué únicamente a ver cine, mientras me durara la plata. Vivía yo al frente del teatro New Vagabond, que daba programas especiales de 8 ó 16 películas, es decir todo el día; o sea que yo me levantaba a las ocho de la mañana, cruzaba la calle desayunado ya, y me entraba al teatro, a mi cita con la oscuridad, para salir a eso de las once o doce de la noche o ya de mañana; y fue allí cuando probé por primera vez las anfetaminas.
A Colombia regresé un tanto desilusionado (Hollywood no existía) después de casi un año de pasar trabajos, de mantener un recuerdo de mi tierra magnificado por la distancia. Vine con la idea expresa de editar una revista, y a los cuatro meses ya teníamos en circulación nuestra Ojo al Cine (11), que fue un éxito de venta y de crítica. Mientras tanto, yo había publicado crítica de cine en Occidente, El Espectador, El País y recién cuando se fundó el diario El Pueblo. Y también en la revista Hablemos de Cine, lo que había sido uno de mis sueños dorados. Así fui haciéndome a un reconocimiento nacional como entendido en cine, pero aún tenía problemas con la droga, sobre todo con las pepas, pues yo comencé a tomar Valium 10 cuando hacía viajes por tierra de Cali a Bogotá. No tenía mujer, ni me interesaba. Tomaba mucha cerveza y me la pasaba contento en Cali, mucho más después de que me hice muy amigo de Clarisol y Guillermo Lemos, dos niños super precoces y super perversos y fui dando la imagen del niño que no ha crecido o se niega a crecer: ellos me hicieron probar los hongos y el Daprisal, y yo estaba contento con mi pose silvestre porque así desconcertaba a los intelectuales de profesión, a los que he detestado siempre y bastante es el mal, con pullas indirectas, que me han hecho. Pero como todo el mundo deseaba y admiraba a Clarisol, no se podían meter conmigo, pensaban “ése va a acabar mal”, pero no decían nada. Pero terminé mal, la pura verdad. Con Clarisol hicimos un pacto: “Tú aparentas mi edad y yo la tuya”, y así pasábamos el tiempo, cada uno desconcertando a su manera. Pero llegó Patricia y todo se acabó.
Con Clarisol había conocido una especie de vida salvaje. El amor salvaje de Patricia me trajo a una más cercana realidad, aunque también peligrosa. Yo la conocía a ella desde hacía dos años, pero no le había parado bolas, desinteresado como estaba por toda mujer hecha y derecha. Pero mentiras; Patricia resultó ser una niña malcriada, exigente y desconfiada. Ella me sedujo y me atrapó. Su amor fue como un viaje sin regreso por la selva más tenaz de todas, la del Chocó; fue como pasar hambre y darse después un festín y emborracharse con cerveza helada. Yo creo que ambos éramos unos niños al conocernos y juntamos nuestras malas crianzas y hacíamos el amor de una forma perfecta. Por varios meses yo fui su segundo hombre, hasta que las circunstancias me llevaron a ser el único, el primero. Ay no, todo esto está mal escrito. Su matrimonio iba ya muy mal cuando nos conocimos, y por pura coincidencia feminista yo me dejé seducir, porque era testigo de lo mal que la trataba su marido. Además él, Carlos Mayolo, había arruinado por su mal genio un filme que realizamos en 1971: Angelita y Miguel Angel, en 16 mms. y con guión mío. Pero no creo que haya sido venganza; hice a medias el amor con ella y me gustó muchísimo y estuvo; quedé enamorado como nunca en mi vida. De allí, nuestra relación fue siempre incompleta, y su marido, como dice el proverbio, fue el último en saberlo; nos pilló in fraganti en el último Festival de Cine en Cartagena. Pero con él ya todo estaba dañado, y la cosa no fue muy grave. En el intervalo yo trabajé durísimo con el grupo de teatro de la U. del Valle en mi obra El mar, sobre el desorden, sobre el trabajo acumulado y sobre la relación difícil con los objetos (incapacidad manual), además de ser, a la vez, un comentario crítico (no sé cómo me las arreglé para lograrlo) a dos novelas magníficas: Moby Dick de Melville y Arthur Gordon Pym de Poe. Con perdón de todo el mundo, esa fue mi (fatua) obra maestra. No duró más que tres días en cartelera, ya que el protagonista celebró tan duro el éxito del estreno que hasta hoy sigue borracho.
Mi relación con Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo ella se demoró mucho en dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los sustos. Después de eso yo me porté muy duro con ella, repitiéndole que ya no había caso, que ya no la quería, y eso y la separación con su esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres; hizo el amor con el más grande y el más chiquito de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mí. Y yo estaba bastante golpeado, a medias destruido, ya que “el más grande” era uno de mis mejores amigos, y yo nunca le perdoné lo que hizo con Patricia. La verdad fue que ella me utilizó como muleta, me expuse como escudo de su inestabilidad, y yo tenía que estarla cuidando, impidiendo toda clase de rumba, convencido, como dice la canción, que las rumbas no son buenas, que hacen daño y que dan penas. Además ese ambiente ya estaba para mí completamente pasado de moda. Hará unos tres años yo fui un muchacho super rumbero, tanto que escribí una novela sobre todo eso. Pero me aburrió el snobismo y la vulgaridad de la rumba, y fue precisamente en mitad de una rumba que yo intenté suicidarme por primera vez, cortándome las venas después de tomar 25 blues, como le decimos nosotros al Valium de 10 mgs. Me despertó el mismo ruido de mi sangre goteando sobre el piso de madera, y minutos después cicatrizaría. Pero como no me hicieron lavado de estómago estuve todo pepo como 15 días. Después, quedé muy propenso al llanto, por todo lloraba como un niño, y hablaba imitando a Patricia. Estaba, creo yo, a un paso de la locura. La segunda vez que me intenté suicidar está rodeada de circunstancias más allá de mi memoria. Según parece me tomé 125 pepas y discutí mucho con ella. A los varios cinco o seis días me vine a despertar en “Cuidados Intensivos” creyendo, por la calefacción, que estaba en Cali.
Me llegaba el recuerdo de Patricia como el de un ángel guardián y experimentaba ráfagas de felicidad indefinida e inconclusa. Ahora, pasado ya un mes de estar en esta clínica, tengo planes urgentes para el futuro inmediato; sacar un número 5 de Ojo al Cine que sea mejor que los anteriores, gestionar la publicación de mi novela Que viva la música con las dos editoriales que me la han comprado y arreglar la publicación de un libro de cuentos con Eduardo Agudelo, el dueño de la editorial que me saca la revista; asimismo, comenzar dándole forma al libro que tengo planeado sobre los Rolling Stones, entroncándolo con el relativo fracaso de mi generación. Yo siempre estuve muy influenciado por la música de los Stones y por su postura lumpesca ante la vida, aunque estuvieran disfrutando del puesto Nº 1 en la industria (que a hoy está en plena decadencia artística) del rock 'n roll. Ya creo haber salido de ese estado de confusión en el que no recordaba los sueños, en el que perdía un bolígrafo todos los días y no terminaba ningún trabajo ni la lectura de ningún libro y para todos era una intolerancia que me estaba haciendo enemigos de todos los que eran amigos míos. Quiero escribir un ensayo que, ante la decadencia del cine mundial ligado a la super-perfección técnica, se llame Por un cine imperfecto, parafraseando un artículo del cubano Julio García Espinoza, y análisis de los filmes que más admiro: Persona de Ingmar Bergman, Psicosis de Alfred Hitchcock y Lilith de Robert Rossen. Así es. Ha podido ser mejor, pero qué le vamos a hacer.

*Este texto, ‘Remontando el río’, fue escrito por Andrés Caicedo durante su permanencia en la Clínica Santo Tomás de Bogotá en junio de 1976, donde estuvo 39 días sometido a un tratamiento de desintoxicación, después de su primer intento de suicidio. Extraído de www.elespectador.com

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El adiós


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De nuevo te llamo Patricita, mi amor único, mi vida entera, mi redención y mi agonía: Con el horror y la expectativa de que ésta sea la última carta correspondiente al último día de vivienda juntos, después de que a lo largo de dos años hemos intercambiado, modificado por el gozo o por el sufrimiento nuestras vidas, después de que he llegado a un grado de dependencia de tu cuerpo, de tu alma, que difícilmente podría haber llegado a imaginar en años mas tempranos de mi existencia (...), Yo te necesito, yo te lo he repetido mil veces, no soy nada sin tus besos, no me dejes solo, no me dejes solo, vienen a mi mente miles de canciones cursis pero ninguna alcanza a expresar mis ansias, mis sentimientos. O déjame, está bien, pero concédeme la tranquilidad de no volver a pensar en ti jamás. Te adoro, te idolatro, si no puedo vivir sin ti llevaré, supongo, una especie de anti-vida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra. Pero brilla el sol, tú puedes estar cerca. Ahora salgo a buscarte. Amor mío.

Cali, marzo 4, 1977
(El día de su suicidio)

György Kurtág

"No puedo seguir, es menester seguir, voy, pues,
a seguir, hay que decir palabras, mientras las haya,
hay que decirlas, en el silencio no se sabe, hay que
seguir, voy a seguir". El sentido ha abandonado la vida
de unos hombres transformados en simple material humano,
en elementos de una maquinaria de producción y explotación,
de consumo y embrutecimiento. Hasta el arte o la música
debieron adaptarse a la pérdida de su brillo, como reflejo
de la nueva opacidad de lo real. Por eso no es de extrañar
que la gramática de Kurtág, hecha a partir de los jirones
del pasado, adoptara presencia de fragmento, de retazo,
de aforismo. Deba sorprendernos su resonancia. Cuatro
cantos a partir de poemas de Janos Pilinszky (1975)
para barítono y conjunto instrumental, una atmósfera
de ascetismo, surcado por severos ostinati y ráfagas
de motivos tan solo apuntados. Una especial tensión
recorre el segundo de estos cantos, dedicado al simulacro
de ejecución padecido por Dostoyevski. A Kis csava, letanía
nihilista que parece discurrir entre chispazos para desembocar
en el silencio. Jatétok para piano, o dos pianos, o piano a cuatro
manos; compuesto por varios centenares de piezas, work
in progress elaborado entre 1973 y 1993 recuerda a un diario
íntimo al que le fueran confiados apuntes, ideas y destellos
musicales, en un estilo dictado por el brillo de la inspiración.

lunes, febrero 25, 2008

Escombro, esmeralda*

1

La modernidad poética -en su momento más incandescente: las vanguardias- rehizo la escritura a partir de una necesaria invalidación de los cánones en curso. Mallarmé primero y después futuristas, dadaístas, cubistas, surrealistas, se esforzaron por someter el lenguaje a las más radicales pruebas físicas (fónico-visuales) y epistemológicas (automatismo, escritura mediúmnica, desplazamiento cuántico de las imágenes) con el implícito e irrefrenable propósito de fundir arte y vida. Fin de la mimesis; disolución del simulacro; fundación de la rosa (la cosa: res extensa) en la palabra; creacionismo. Dicha actitud prevaleció en gran parte de la poesía moderna hasta bien entrados los años sesenta (década ácrata, de reinvención de la utopía vanguardista tanto en política como en poética).
En nuestras comarcas latinoamericanas, Noigandres, el movimiento de poesía concreta brasileña liderado por los hermanos Augusto y Haroldo de Campos, es un parámetro insoslayable para entender lo que fue y lo que vendría después de Galaxias, por ejemplo. El libro de Haroldo -esa prosa porosa y protuberante- postula un palimpsesto entre la realidad y el lenguaje, ampliando hacia el sur del continente las experiencias barrocas de lenguaje iniciadas en Cuba por Lezama Lima. Inicio de la era neobarroca en la poesía sudamericana. Fin del simulacro que intentaba disolver al simulacro. Porque la poesía neobarroca sabe que el poeta no es un pequeño dios y que la rosa sólo florece en el rosal. Desmantelamiento del mito creacionista. Hacha sobre las aspas del molino de Huidobro. De ahí ese aparente retorno a la mimesis, sobre todo a la mimesis de la narración (Perlongher), de las mitologías personales (Marosa di Giorgio) y de las nociones de nación (Leminski). Las cosas se vuelven a poner en su lugar: el lenguaje dice al mundo pero sabe que su decir no es el mundo, el poeta nombra y en ese señalamiento de la cosa, inventa; ya no hace falta un horizonte cuadrado en la medida en que existe un –siempre virtual- horizontal horizonte ante los ojos. Los ojos permutan la res en la escritura, crean un implícito reconocer en lo ya dado. El mundo es real, la escritura, también. Ya no hay una lucha de clases contra ese real que nos enajena del omnipotente poder del demiurgo. Hay cohecho, un hacer (poesía) en la coexistencia pacífica del converso. Pero cuidado, conversión en un sentido relativo, o dialéctico. El verso no se re-vierte en odres viejos para aparentar un imposible, un injustificable: aquí no pasó nada. Pasó todo aquí. Porque la neobarroca es una poesía post-utópica consciente del peso del prefijo. No se sale indemne de una batalla indómita, se sale inseminado hacia la resurrección. De ahí la necesidad de reconstruir con la materia dada (con los dados de Mallarmé y también con los escombros del mundo pulverizado por Dadá). Lo profetizado por Jarry en esta declaración de principios dictada en plena zona del desastre: “No lo habremos demolido todo si no demolemos incluso los escombros. Y no veo otro procedimiento para hacerlo que levantar con ellos hermosas estructuras bien ordenadas”. La poesía neobarroca levanta edificios del habla a partir de una apropiación polisémica de escombros (residuos históricos, estilísticos, de forma o de género) refuncionalizados en esta topografía post-utópica. Lo que se levanta es otro. La mimesis con el pasado (vestigio/ escombro) es aparente, sólo epitelial. Como en El Quijote de Pierre Menard, no hay posibilidad de confusión: la lectura actualiza el escombro que deviene tectónica de un decir presente.




2

Guatambú, de Mario Arteca, es un decir presente. Favorece la refuncionalización de los escombros desde su mismo título: voz guaraní de un árbol que su madera es utilizada para adulterar la hierba mate. Guatambú como escombro lingüístico (vestigio a la vera de los dominantes centros de nominación), como decir periférico (excéntrico/ exótico) del habla, como rizomática mata que camina. Guatambú es la escritura que avanza y adultera el acertijo del original (esa real-verdad de los sentidos). Y narra. Dice lo que sucede (y seduce) en el frontispicio. Fragmentos de una historia común y reciente: “Se trata/ de un comando que días atrás consiguiera los añicos/ de un jefe de policía, por interpósito artefacto debajo/ de la cama, previo acierto. Un trabajo de hormiga/ la inserción de la muchacha en el seno familiar/ bajando hacia la siesta del jerarca, depositando/ esos abastos, y él encima de la munición, próximo/ a repartirse entre los suyos.” O toma por los cuernos un noticiero radiofónico para des-informar desmantelando, por descontextualización, aquello que es pasto del instante: registros de sucesos-escombros adulterados por el verso, por el recurso (artificio/ artífice) de la versificación; la cesura poetiza el desarrollo de una información prosaica que deviene chatarra lingüística en apenas veinticuatro horas. Arteca -como Parra, como Cardenal- se apropia de discursos y recursos mediáticos con un fin preciso: ampliar el campo expresivo del poema. Porque estamos ante un poema. Guatambú pertenece a la estirpe de los poemas extensos como la Comedia de Dante, los Cantares de Pound, el Paterson de William Carlos Williams, las Galaxias de Haroldo de Campos o Catatau de Paulo Leminski. Cuerpoema articulado en cincuenta y cinco zonas, fragmentos que pueden ser leídos autónomamente pero que deben ser entendidos como una organicidad indivisible. Sólo así la diversidad de registros adquiere toda su significación. Como el Museo Guggenheim de Bilbao, Guatambú se compone por cortes, contrastes, disímiles voces, citas, paráfrasis, alusiones; preguntas -ya que se trata de preguntas- todas éstas que exigen al lector una respuesta. No una: múltiples respuestas. “De ahí -nos dice Arteca- que las lenguas literarias/ se presenten como lícitas, en tanto/ actuaciones de un mismo instrumento”. Babel de voces inconexas que, involuntariamente, conciertan. ¿El cine no es, acaso, el mayor ejemplo del arte de recortar, amputar, dividir para, luego, conectar metonímicamente el mundo? Arteca recurre al cine (montaje/ espectáculo) en varias ocasiones para rendirle un conmovido homenaje (porque sólo hay que citar por amor, como querían Deleuze y Guattari) pero también para mostrar los instrumentos de su trabajo. Arteca es un fabbro, un ebanista, un hábil tejedor, un hacedor que adultera la burda materia para burlarse de las inamovibles apariencias: “Hacer así del lenguaje/ hablado un trust de diamantes vivos, apuntando/ a subordinar la norma prosódica vigente”. El poeta diamantiza pero da vida, pule el habla -como Aladino con su lámpara- hasta que esta brilla nueva, sola, en el apareo epifánico del poema. Arteca instruye: “A los estudiantes: que exploren/ las conexiones entre los pasos,/ sin relación aparente. Son estos/ apareos los mejores jamás imaginados,/ una vez que ellos se animen a moverse/ con la mayor libertad a través del poema”. El poeta se aparea y apareja esas “actuaciones de un mismo instrumento” creando invisibles cotos que son puentes modulantes, descubre articulaciones donde aparentemente hay un indiferenciado abismo, un seco muro que sólo nuestra limitación levanta. Pero rehuye la metáfora. No le concede esa plusvalía poética tan cara a las vanguardias y sobre todo al surrealismo. En ese sentido, Arteca está más cerca del aséptico Duchamp que del metamórfico Breton, más próximo a la ingeniería del Raymond Roussel de Impresiones de Africa -quien construye un frío delirio hiperrealista- que de las tormentosas tolvaneras nerudianas. Hay en Arteca un estado quirúrgico de la palabra. Escapa a eso que él llama caídas retóricas de la sensiblería, que ocurren, incluso, en grandes poetas de nuestro continente. Recordémoslo: el castellano ha sido campo de cultivo de las más cursis experiencias líricas. No es raro, entonces, rastrear en Guatambú influencias anglosajonas: Eliot, Pound, Hughes, o de las más recientes generaciones brasileñas: Paulo Leminski, Wilson Bueno. Tampoco es raro –por el contrario, es una de las bases de su discurso- el recurso ensayístico, la poética del poema, el apunte reflexivo que irrumpe y se integra al flujo expresivo. Expresión y reflexión: decisión de un decir que se expresa. Porque, claro: “La poesía está en tudo/ o que se quiera entender como poesía”. Una declaración de principios y una orientación de la mirada; ready-made para el ojo; la poesía, esa cosa mentale de Leonardo.


3

“Existen textos igual a esmeraldas vivas” -nos dice Mario Arteca- y Guatambú es uno de ellos. Vivo en el sentido orgánico, biológico, de implícita eficacia en esa espiral que es la creación. Escombro-esmeralda que es vestigio de un presente de la escritura, de un devenir de la lengua, de un incandescente y lúcido decir.

Víctor Sosa

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* Prólogo a Guatambú, Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2003.